Amanecía. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio
triple.
El silencio más obvio era una calma inmensa y resonante, constituida
por las cosas que faltaban. Si hubiera habido una tormenta, las gotas de lluvia
habrían golpeado y tamborileado en la enredadera de setas de la fachada trasera
de la posada. Los truenos habrían murmurado y retumbado y habrían perseguido el
silencio calle abajo como hacían con las hojas secas del otoño. Si hubiera
habido viajeros agitándose dormidos en sus habitaciones, se habrían removido
inquietos y habrían ahuyentado el silencio con sus quejidos, como hacían con los
sueños deshilachados y medio olvidados. Si hubiera habido música... pero no,
claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía
el silencio.
En la posada Roca de Guía, un individuo moreno cerró con cuidado
la puerta trasera. Moviéndose en la oscuridad más absoluta, cruzó la cocina y
la taberna con sigilo y bajó por la escalera del sótano. Con la facilidad que
confiere una larga experiencia, evitó los tablones sueltos que pudieran crujir
o suspirar bajo su peso. Cada paso lento que daba solo producía un levísimo tap
en el suelo. Su presencia añadía un silencio, pequeño y furtivo, al otro silencio,
resonante y mayor. Era una especie de amalgama, un contrapunto.
~El temor de un hombre sabio.
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